martes, 2 de diciembre de 2008

Mario Heredia y su novela Río Blanco


Mario Islasáinz, Mario Heredia y Lilia Ramírez
en el Museo de Arte del Estado, noviembre 21 de 2008

Río Blanco, de Mario Heredia, es una de esas obras evasivas para un estudio de la novelística integral. En constante diálogo con la narrativa rufiana y la memorística de Elena Garro, nuestro autor consigue un sitio indefinible dentro de las coordenadas formadas por la novela histórica, entendida como George Luckas la deletreaba, y la nueva transhistórica que con lupa persigue la
crítica latinoamericana, a decir, Noe Jitrik y Mempo Giardinelli. Lo anterior con un estilo que buscando un centro propio, desconfigura, tal vez configurando, el entorno de una Orizaba de los años treinta del siglo XX.

La línea divisoria entre la nueva y la novísima narrativa suele ubicarse a mediados de los años setenta: la nueva narrativa es interpretada como producto de la década optimista de expectativas revolucionarias, mientras la novísima escritura queda estrechamente vinculada a la época de desilusión con los proyectos de democratización.

Resumiendo y simplificando al máximo las ideas de Giardinelli, González Echevarría, Marcos, Rama, Shaw y Skármeta, podría llegarse a un balance provisorio con respecto a las características de la narrativa hispanoamericana que a partir de 1975, muestra un tangible aumento de novelas de tema histórico que emprenden la tarea de releer la historia por medio de una reflexión metahistórica que incluye la parodia y la distorsión grotesca con el objetivo de deconstruir la historiografía oficial.

Eso sucede ni más ni menos en la obra de Mario Heredia, quien reconstruye la historia de Sebastián y Carlos, padre e hijo imaginarios, no solamente en su relación filial, sino en su existencia misma. No sabemos si son reales o no, sin embargo sufren en carne propia la herencia victimaria de los primeros mártires de nuestra revolución. Estos personajes regresan del futuro a reencontrarse cara a cara con los misterios de un movimiento obrero que todavía no cicatriza en el alma de Sebastián, quien encuentra a dos carlos: al primero sin buscarlo, y al segundo buscándolo. Al primero, le da vida, al segundo, muerte.

Esta novela, traduce para nosotros la Orizaba de los años treinta, nos guía minuciosamente por sus calles, en donde leemos, en los nombres de sus viejas tiendas, la nostalgia por lo ido, y donde los jóvenes encuentran la incertidumbre de lo desconocido. La lectura de la bruma, nuestra ancestral bruma, se encuentra bajo cada piedra que se levanta al doblar las hojas de los álamos y de la novela. Habla el volcán, habla el río, habla la montaña y la neblina, los muertos y los vivos, todos se confunden en una obra que por sí misma dialoga con cada uno de nosotros y nos cuestiona si hemos comprendido la trascendencia histórica de nuestro pueblo fabril, de nuestro hermoso valle, de nuestros coterráneos, de nosotros mismos.

Mi admiración a Mario Heredia y mi agradecimiento por su búsqueda de identidad hacia esta tierra que le ha visto nacer a él, y a mí, y porque ha escrito una obra que bien quisiera haber escrito yo.

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