Con la misma insensatez con que un molusco es descarnado de su concha, o una cebolla despojada de su pelo, esta mañana recién lavada por la lluvia que huele a ozono y a tierra mojada, los diversos, vibrantes, luminosos y encantadores verdes de los árboles de mi jardín desgranan de mi mente recuerdos de mi niñez. Desordenados y juguetones estos brillantes, entrometidos y audaces colores, me dan conciencia infantil. Me visualizo ruborizada, cuestionante. Sin comprender, –aunque los niños ni siquiera saben qué es lo que no comprenden_ atisbo al mundo, a la cuadra, a la casa, a mi cama, al pequeño ángel de la guarda quien con las alas extendidas, me cuida desde el puente.
Retorcidas como cuerdas o lisas como seda, escenas de la infancia se suceden una a otra. Los polos de mi existencia me asaltan: aciertos y errores, sufrimientos y alegrías, placeres y agonías, mandatos y rebeldías, pérdidas y conquistas. Asomada a mi río vital, veo a la pequeñuela que chocaba con la gente; ahora yo soy esa gente que choca con la niña que fui.
Me levanto impulsada por la necesidad de arreglar mi hogar, de devolverle el aire de una Señora casa, ocupada, a la vez prudente y divertida, en donde los niños suben y bajan por una escalera escandalosa corriendo tras el perro o el aeroplano de papel, que con movimiento propio, proyecta su sombra de ave. Estoy afanada en pulir cada baldosa de los pisos, en estirar las colchas de las camas que duermen ahora su sueño sabático, en acomodar los libros en sus estantes encantados. Mientras limpio cada armario, me doy cuenta que las muñecas ya no lloran por un beso, me sorprendo al ver cómo las tareas escolares se han cumplido a sí mismas y las libretas empolvadas exhiben en sus pastas los símbolos de la década pasada; las estampitas de los álbumes de banderas y monedas se han deslavado en los tonos amarillos del papel manila del mediodía. Frenética, hurgo, busco, reclamo ¿en dónde se escondió el tiempo? ¿cuál reloj gastó su vida en medirlo?
Sigo abriendo cajones sólo para toparme con numerosos discos compactos de múltiples colores, directorios telefónicos saturados de corazones y florecitas; los tenis Panam han perdido los cabetes; las raquetas se han desgastado por el mango y han perdido sus huellas de plástico; docenas de fotografías han sido recortadas o retocadas con bigotes, anteojos y cuernitos; diplomas de rallys y competencias deportivas están archivados; banderines desgastados; boletos de transportes y museos; calcetas para el frío, bates, sombreros y gorras; cámaras fotográficas con flashes desechables; camisetas con letreros de todas partes: Jalisco, Barcelona, Los Alpes, Guatemala, Victorinox. Me agoto sólo de pensar qué destino le voy a dar a todo esto: la colección de cerillos y de tarjetas telefónicas, las monedas de un cuarto de dólar, los encendedores de bolsillo, las lámparas de mano, las revistas de autos y los llaveros con nombres, las muñecas Barby y peluches que agotaron las especies animales.
Empaco lo que puedo, a las canicas las enfrasco, a los transformers los encierro en una oscura caja, a la casita del árbol y la cabaña suiza en bolsas de plástico; a los trenecitos y a los carritos de fricción los etiqueto en un recipiente hermético como tratando inconscientemente de cortarles el oxígeno.
Así transcurre una semana que parece un día: mas no sólo he almacenado los objetos, sino que de la memoria de mi existencia también he quitado el polvo, he archivado los recuerdos, las estampas vivas. Las bodas y bautizos han renacido en mi corazón. Resaboreo codiciosa los pasteles de cumpleaños, los aguinaldos, los cacahuates y nueces de las posadas, las tortas de los recreos y las pizzas de los domingos. He desatado los nudos de mi conciencia en pequeñas partículas con las que he abonado las macetas de la ventana por la que miro ahora el mundo con ojos de abuela. He lavado mis manos en el agua fresca de la fuente donde brotan los cánticos de Cri Cri y pasea la Hormiga que se cubre con su paraguas,
me he sentado a la sombra del arbolito donde dormía el pavo real, y mis pies han brincado nuevamente a la tablita con la muñeca vestida de azul. Los carritos han recobrado sus ruedas y las muñecas el brillo de sus trenzas. El señor Sueñito ha gastado todos sus polvos sobre los párpados sin efecto alguno: danzan los perros chimuelos y las ratas con la cola quemada, los armarios se han trastocado en casas de campaña.
El amarillo del cenit se ha tornado en los dorados violáceos y bermejos del crepúsculo que son el contrafuerte sobre el que se recortan las siluetas de los pájaros que regresan a sus nidos, los escucho cruzar por encima del techo, ¡qué ironía! pienso, mientras las aves regresan a sus moradas, los nidos de esta casa están vacíos. Entonces salgo al patio, asciendo rápidamente por la escalera de caracol, los llamo, les grito que pueden venir aquí, a la casita del árbol, a jugar con las muñecas, a comer galletas con leche y cajeta. Los pájaros me rodean, toman el pan con leche de mis manos y en formación de ganso, nos elevamos a las nubes.