domingo, 2 de mayo de 2010

ORIZABA DE MIS TEXTILES

La neblina que se acumula en las faldas de los cerros de Tlachichilco y Escamela, se corta con los pregones populares que animan a los vecinos de los barrios a comprar golosinas artesanales que engullen voces quedas, tan queditas, como el golpetear sobre el piso de billetes de a peso. Tocado con un rodete, el flanero, cual semáforo ambulante, detiene a los transeúntes con una luz de vela enrojecida con celofán. El turronero parte diestramente con una pequeña hacha, un esponjoso y brillante bloque de turrón de almendra. Suena su triángulo de metal el vendedor de rollos de obleas tostadas, cuya tapa del bote donde las transporta, es una rústica ruleta donde el comprador se juega el número de barquillos despachados. El viejo de las semillas de calabaza y huesitos de capulín tostados, que con su grito llamó eficazmente a la parca: Haaaay huesitos… Después de que enciende la pequeña vela cubierta con una pantalla de papel, un hombre ahuyenta los insectos atraídos por la miel de sus muéganos. Chirría el vapor que emana del horno del platanero, encendido con el rojo vivo de los atardeceres montanos, telones de fondo a los 3600 de nuestra colonial ciudad.

En enormes ollas que humean sus epazotes y guías de chayote al calor del serrano carbón traído de la Sierra de Zongolica, transcurren las tardes en Pluviosilla: chileatole verde aderezado con chito de matanza (carne seca de chivo) del altiplano de Tehuacán; chileatole rojo sazonado con camarón secado al exuberante sol del Istmo de Tehuantepec. Regordetas palomas sobrevuelan el barro de los comales, palmean esperanzas, tlacoyos y picaditas adornadas con níveo queso de la cuenca lechera de Cañada Morelos, en el vecino estado de Puebla.

El ir y venir de la bruma arrastra las melancolías escondidas en el regazo de mamá, en los hormigueros y en los nidos de chicatanas cuyas alas color de óxido férrico se quedan pegadas al piso bajo las lámparas públicas, y con las que en una tarde veraniega, después de un aguacero, la gente prepara suculentas salsas. Con mochilas de cuero a la espalda los niños caminamos hacia nuestras casas con los ojos llenos de antojos. El barrio hila presagios de huelga, rumores sobre materiales novedosos, que llaman sintéticos, amenazan con llenar de desocupados las bancas del parque.
La desconcertante alambrada con que un día amaneció acotado el campo de juego en el Barrio de Cerritos, arrebató las juveniles carreras descubriendo vergonzosas, anís o patas de gallo entre el zacate; las presurosas persecuciones tras de perros hambrientos; nuestros cabellos ilusionados con el vaivén de los juegos mecánicos; nuestras charlas infantiles en aquellas hermosas bancas de granito rosa.

Los hombres se reúnen a cardar palabras que ya nadie escucha, con las que nadie puede cobijarse. Sus viejas voces han sido reemplazadas por idiomas que antes no se escuchaban en este lugar de obreros. Descalzos talones golpean las banquetas: la marcha de los desocupados bajo una luna que se mudó a hilar en otro sitio.

A la Fábrica de Cerritos, pionera de la gran Compañía Industrial de Orizaba (CIDOSA), un día le vaciaron las entrañas. Su hermosa avenida de pinos por la que caminamos tantas veces tras la ilusión de un nuevo libro, un nuevo curso o un maestro ameno, en el antiguo edificio que albergó la escuela primaria “Manuel M. Herrera”, cambió de aspecto. Sus niños desaparecieron en los incontables baches. Mientras la mudanza natural de las cosas llega con el progreso, hagamos un duelo por el espíritu textil del Valle de Orizaba, que se extingue cada vez más. Un réquiem por la antigua Manchester de México.

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